Forjó gran parte de su leyenda cuando jugó la final de la Copa del Rey (entonces del Generalísimo) de 1968 con 40º de fiebre y una clavícula rota. Sin embargo, también debían cerciorarse de la seguridad de la familia real y del tesoro imperial; acompañar a su juramentado líder en batalla « formando un auténtico escudo humano en torno a él » (según Velasco); hacer las veces en algunos casos de infantería pesada de primera línea; y ser la autoridad policial pertinente en Constantiopla.